domingo, 10 de enero de 2010
El día del anfibio
Tanteando en la oscuridad encontré sus manos, estaban frías y húmedas. Me acurruqué a ese cuerpo frío y viscoso, como de una salamandra, para darle calor.
Me quedé dormido superando mi repulsión y asco. El cansancio venció también al miedo.
Al día siguiente, muy temprano, ordené mis libros, mi cuarto entrópico, puse algunas cosas en la mochila y salí a la calle.
La sensación del cuerpo viscoso me dio una pequeña tregua. En la calle caminé por el parque, el huachimán daba vueltas en su bicicleta con su traje anaranjado. Caminé con el peso de la duda hasta el paradero.
Ella, cuerpo de anfibio - esa idea me perseguía-, ella sin piel; ella mojada, viscosa; en el cuarto, en la bañera oscura, en esa guarida, cueva o lo que fuera.
Caminaría hasta quedar exhausto, correría si fuese necesario; no me interesaba nada, la ciudad no me pertenecía, las calles que pronto estarían mal iluminadas eran mi aprehensión mayor.
Allá las parejitas de enamorados, los ambulantes de siempre, los perros vagos, los ciclistas.
Los ojos de agua me observaban en esa tarde; ojos de anfibio, me descubrirían tratando de atravesar el muro.
Volví a sentir miedo, asco y repulsión, ahora por esa masa con la estructura ósea que formaba mi cuerpo, que llevaba a todas partes. Mi corazón que latía incansablemente, hasta ahora, me decía que sería lo mismo huir que quedarme.
Subí al micro, la misma frialdad de siempre, los mismos ojos vacios, la misma viscosidad en esas pieles que se protegían unas de otras y se necesitaban.
Esa atrabiliaria noche me encontraba en ese estado que solo podía describir como tener el alma cuajada.
Las esperanzas de la supremacía que resurgieron un instante en mi ser terminaron mostrándome lo ínfimo que era mi dolor para el universo.
No retorné a mi hogar, quiero decir a esa cueva, guarida, o cuarto oscuro. La salamandra no moriría de frío, la llevaba en mí y tendría que aprender a convivir con ella.
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